Hasta el final de se definía como un «anarquista pacifista». Pasó por redacciones grandes y pequeñas y siempre hizo foco en las historias de los más débiles. El autor de «Los vengadores de la Patagonia trágica» murió hoy a los 91 años
Resulta necesario hacer una aclaración: Osvaldo Bayer llamaba «El Tugurio» a su casa en el Belgrano. En general, muy pocas personas les ponen nombres a sus casas y, en el caso de hacerlo, destacan sus aspectos estéticos más rimbombantes: «La Ponderosa», «El Manantial», «El Paraíso», y así. Bayer, con cartelito en la puerta incluido sobre la calle Amenábar, había bautizado «El Tugurio» a su hogar. Aunque lo cierto es que así lo había hecho Osvaldo Soriano: «Che, vos vivís en un tugurio», y desde entonces, entre fines de los sesenta y principios de los setenta, su casa se convirtió no sólo en una vivienda, sino en un un espacio de reunión de la bohemia periodística y literaria, una tertulia animada por los dos amigos.
Elegir el «tugurio» como nombre implica una elección vital: frente a los grandes palacios, las viviendas obreras; frente a la impostura burguesa, la asunción de una condición de clase. Así era Osvaldo Bayer, y así lo fue durante toda su vida hasta que murió, este 24 de diciembre de 2018 a los 91 años.
Fue historiador –había viajado a Alemania para realizar sus estudios– y a su regreso había decidido, según contaba, trabajar de periodista, para no perder el pulso de la cotidianidad de hombres y mujeres que, a veces, puede ser obturada por la academia. Fue entonces que decidió que su trabajo –su escritura, sus investigaciones históricas, sus artículos periodísticos– tendrían como sujeto a aquellos que no tienen voz. Otro periodista fundamental había escrito: «Nuestras clases dominantes han procurado siempre que los trabajadores no tengan historia, no tengan doctrina, no tengan héroes ni mártires. Cada lucha debe empezar de nuevo, separada de las luchas anteriores. La experiencia colectiva se pierde, las lecciones se olvidan. La historia aparece así como propiedad privada cuyos dueños son los dueños de todas las cosas». Era Rodolfo Walsh. Se habían conocido brevemente, pero se podría asegurar que levantaban un mismo programa que se podría ubicar, en cuanto al ejercicio de la escritura y el periodismo, en la categoría del «compromiso».
Después de trabajar unos pocos años a fines de los años cincuenta en el diario Noticias Gráficas, no dudó cuando le ofrecieron la dirección del diario Esquel, en Chubut. Quizás deba hacerse otra aclaración. Hijo de inmigrantes alemanes, Bayer nació en Santa Fe y vivió luego en Belgrano con su familia, que formaba parte de la comunidad alemana. Pero tal vez fue la Patagonia la experiencia que lo marcó durante toda su vida a diferentes niveles. Desde el recuerdo de su estancia en medio de un paisaje virgen y deslumbrante por su hermosura a su accionar periodístico en medio de las montañas y la nieve. Pronto fue expulsado del diario Esquel y no tuvo mejor idea que la de fundar su propio medio: La Chispa, periódico donde dio cuenta de cómo las tierras patagónicas habían sido usufructuadas de manera vil por la Argentine Southern Land Company que, ya en aquellos tiempos, era el emporio terrateniente más grande del país y que luego sería continuado por sus compradores durante el menemismo, los hermanos Benetton.
Las crónicas históricas que daban cuenta de una historia desconocida de expulsión de pueblos originarios, de opresión y de exacción de tierras tenían como espacio de difusión un pequeño medio de pocas páginas en un lugar perdido de la Patagonia. No fue impedimento para que la Gendarmería lo expulsara del lugar a punta de pistola.
Ya en Buenos Aires, a un sólo día de su llegada en 1962 («hay que tener suerte», decía), se encontró con un periodista amigo que, conociendo su situación que había sido difundida por Rogelio García Lupo, le ofreció ir a trabajar a Clarín. Comenzó desde abajo, luego fue ascendiendo. Recordaba con orgullo una nota suya que había tenido difusión en la que relataba que había sido testigo de cómo un pasajero le pegaba una cachetada a un niño que pedía una ayuda en el andén del subterráneo de Constitución. No contaba que había intervenido puteando al abusivo, pero sí había dado cuenta en su texto de una situación de pobreza y aprovechamiento que todos conocían pero que no se ponía en palabras. Luego fue ascendiendo en la estructura de Clarín a la vez que no abandonaba el accionar gremial.
Sus estudios sobre los pueblos originarios del sur y la clase obrera patagónica se conjugaban con el periodismo y con conferencias que brindaba sobre aquellos estudios. En 1963 en la ciudad de Rauch propuso, en una charla, que se cambiara el nombre del lugar por el de Arbolito, que había sido el indio ranquel que le había dado muerte al militar. Otra vez no tuvo suerte: al regresar a Buenos Aires, el jefe de la policía, nieto de Rauch, lo mandó a encarcelar y permaneció 63 días en el penal de mujeres.
Volvió a Clarín y pensó que sería despedido, sin embargo iba a su escritorio, estaba «freezado», sin funciones, cumplía horario, y se iba. Un día Roberto Noble se acercó a su escritorio, se presentó, y le dijo que quería que estuviera en la mesa de dirección del diario. «Es que, doctor, usted sabe que yo soy de izquierda», dijo Bayer. «Sí, me dicen mucho que tengo sólo gente de derecha en la mesa de redacción, a partir de ahora podré decir: ‘No son sólo de derecha, mire, tengo a Osvaldo Bayer». Estuvo al frente de la sección política. Sin dejar su actividad periodística, continuó con el sindicalismo y fue elegido secretario general del gremio de prensa. Publicó Severino Di Giovanni, el idealista de la violencia, una biografía sobre el militante ácrata que había elegido como método el terror. Escribió sobre las huelgas de los obreros agrícolas de la Patagonia Trágica. Escribió sobre los vengadores de las masacres realizadas por el gobierno radical de Hipólito Yrigoyen contra aquellos obreros.
Sus textos llegaron al cine. Al llegar la gestión de Octavio Frigerio luego de la muerte de Noble, fue reemplazado de ese puesto y se le otorgó la jefatura de Cultura, que Bayer bautizó Cultura y Nación. Le dijeron que propusiera otro trabajo en el diario. Pidió ser cronista para dar cuenta de la vida en diferentes pueblos y ciudades pequeñas de todo el país. Hizo 26 crónicas. Nunca se publicó ninguna. Supo que se le pedía tácitamente que abandonara su escritorio, y así lo hizo. Décadas después buscó entre el mar de archivos y papeles de El Tugurio aquellas crónicas, pero no las encontró, se habían perdido.
La dictadura hizo que volviera a Alemania con su familia. Años después de regresada la democracia volvió al país para vivir medio año aquí, medio año en el país germánico. Sus columnas en Página 12 lo mantuvieron conectado con la realidad argentina. La muerte de su nieto de 14 años lo sumió en una depresión. Luego, recuperó sus fuerzas. No dejó de posicionarse con las luchas de los pueblos originarios de la Patagonia de su infancia Ya mayor, se lo podía ir a visitar a conversar en la casa de Belgrano y mejor si era de la mano de una botella de Campari. Apoyó la creación del sindicato de prensa Sipreba frente a la debacle del anterior. Aún hoy era homenajeado como secretario general honorífico del gremio.
Al final de sus años, se mostró junto a Cristina Kirchner, sin embargo nunca dejó de definirse como un anarquista pacifista. Luego apoyó la lucha de los mapuche cuando se dieron los sucesos que terminaron con la vida de Santiago Maldonado en medio de un operativo represivo cerca de aquella Esquel que Bayer tanto había conocido. La anarquía, se sabe, denuncia todos los poderes. Combinadas con un talento y una inteligencia exultante, se trata de una conjunción productiva. Sumados a una vida inmersa en los acontecimientos de la historia al tiempo que suceden, conforman una vida plena. Una que acaba de abandonar Osvaldo Bayer, no así su memoria.
Fuente: Infobae.com
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